Bellas Artes, de Luis Sagasti

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Autor de dos novelas notables, en su nuevo libro Luis Sagasti retuerce todas las formas literarias para urdir un texto visionario y por demás singular. / Por Oliverio Coelho. Foto Pablo Braun.

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Hay libros, como Historia universal de la infamia, que cualquier autor sueña con escribir, pero que sólo pueden ser escritos sin querer o sin pensar. Bellas artes podría incluirse en esta lista selecta de libros impensados; crece ante el lector accidentalmente, como las grandes jam sessions de Cecil Taylor u Ornette Coleman ante un público incauto. Racimo de géneros y tonos amaestrados por una subjetivad visionaria, sin ser un libro que explora los géneros –y que para ser más preciso los anula–, reúne todas las iluminaciones producidas por el acto de escribir.

En una de las tantas epifanías que pueblan el texto, leemos: “Terminar con la dictadura de los sonidos que son la malla que nos protege de la naturaleza”. Podríamos adulterar la frase y estaríamos ante una de Bellas artes: “terminar con la dictadura de la novela que es la malla que nos protege de la escritura”. Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963), borda un tejido conceptual ahí donde un novelista estilizaría anécdotas, rellenaría con diálogos y banalizaría los mitos hasta volverlos historia. Y no es que Sagasti no haya incursionado en la novela tal como la conocemos, con su cortejo de personajes, su psicología y su cronología, sino que después de El canon de Leipzig (1999) y Los mares de la luna (2006), ambas de lo mejor que dio la literatura argentina en los últimos años, se arriesga por un libro que retuerce todas las formas, sin caer en el experimento informe o en el espasmo vanguardista.

“Pensar si acaso deberíamos ver el arte conceptual como una posible traducción del haiku. Una instalación que aguarda la dislexia, la discontinuidad perceptiva.” Este pasaje, como muchos otros en Bellas artes, parece un haiku engordado, un haiku autorreflexivo. Ese núcleo solitario de la poética oriental aparece reiteradas veces en el texto no como un problema literario, sino con un problema conceptual. La constelación de haikus sagastianos da cuenta de momentos críticos que marcaron a figuras tutelares del pensamiento, como Joseph Beuys, Wittgenstein, Sun Ra o Marina Abramovich. En realidad estos momentos críticos son excusas para enhebrar sucesos más o menos extraordinarios o dramáticos: el cura Adelir Da Carli montándose en una silla atado a mil globos para recolectar y abrir un santuario de camioneros, Saint-Exupéry tentando la muerte a bordo de un avión que es derribado en el cielo minado de la Segunda Guerra. Todos estos tótems ingobernables que electrizaron el siglo XX, no serían más que nombres propios si Sagasti no los confundiera en la madeja de una ficción no novelada, una ficción pensada como un haiku o, si se quiere, una fábula conceptual que excluye las moralejas. “En el frío extremo las palabras salen tartamudas, se abarrotan en la boca, donde son guillotinadas por la castañuela de los dientes. Palabras con dislexias que pasan inadvertidas, como una uva sin semilla, como una luciérnaga de mediodía.”

Cada genio y cada precursor son un trazo disléxico en la textura de la historia. Pero existe, en esa dislexia, una continuidad conspirativa –el tiempo es una máquina conspirativa frente a la razón– entre hechos en apariencia disociados: un hombre se arroja de las torres gemelas el 11 de septiembre, una semana más tarde, Jorge Barón Biza se arroja desde un piso doce después de un irresistible ascenso con su única novela, El desierto y su semilla. Setenta años antes, Miriam Stefford, primera mujer de Raúl Baron Biza, pierde la vida, mientras que en mil novecientos treinta y siete Amelia Earhart, pionera de la aviación norteamericana, desaparece en el Océano Pacífico. En tanto, unos años después, el oficial Joseph Beuys, piloto en la Segunda Guerra, es derribado en combate por un caza ruso. Le quedan no sólo cicatrices en la cabeza, sino una escena de iniciación artística, un aprendizaje que conjuga arte y nigromancia, porque los tártaros le salvan la vida, o mejor dicho, le enseñan a vivir. “Es primero en el cráneo de Beuys y después en su cara donde su biografía deviene haiku.”

No importan tanto las versiones de los hechos. Importa que, para encontrar la punta del ovillo que conduzca a una resolución de la ecuación de la historia, Sagasti disuelve la cronología y crea una topología fantástica, una cinta de Moebius donde la caída de Beuys y el ascenso del cura Adelir Da Carli, por ejemplo, suceden en un mismo plano pero en direcciones opuestas. Esa capacidad de conjugar acontecimientos, crear una topología a través del cual la causalidad muda en casualidad, expulsa dela Historia, dela Ciencia, de las Bellas Artes y de la novelística más circunspecta, todos sus lastres morales y cartesianos. Así, el libro rastrea y postula indicios, asociaciones, continuidades, comunidades semánticas en las que el talento y la intuición de Sagasti terminan ideando una manera única de narrar en cien páginas que son, al igual que en un haiku, milenios agolpados de percepción.

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Bellas artes

(Eterna Cadencia)

112 páginas