Spiner estrena “Aballay”: entrevista

20:14 in Cine | 1 Comment »

Luego de varias idas y vueltas a lo largo de dos décadas, Fernando Spiner pudo concretar el proyecto de su vida: la adaptación cinematográfica de Aballay, el cuento corto de Antonio Di Benedetto, la historia de un gaucho malevo que yerra herido y que actualiza el género gauchesco a puro nervio. / Entrevista Javier Diz

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Pocas épicas personales como las de Fernando Spiner y su Aballay. Recién estaba dando sus primeros pasos dirigiendo algunas cosas en televisión, más de veinte años atrás, cuando se le puso entre ceja y ceja la idea de llevar a la pantalla este extraño cuento criollo de Antonio Di Benedetto, la historia de un gaucho cuatrero que, luego de cometer un asesinato y dejar huérfano a un niño, queda hundido en la culpa. Para quien de joven estudió en el país del spaghetti western (se formó en el Centro Sperimentale de Cinematografia de Cinecittà, en Roma), meterse con el género a esa altura ya era una cuenta pendiente. Entre idas y vueltas, coproducciones abortadas, guiones reescritos y abandonados, series en televisión (Bajamar –¿la Twin Peaks argentina?–, pronto a editarse en DVD, y que necesita una revaloración urgente) y películas como La sonámbula (98) y Adiós, querida luna (04), donde se la jugó por el género en un país sin tradición de cine fantástico, se unieron varios elementos para, por fin, intentar otra vez con Aballay. Una película que propone un nuevo abordaje a la gauchesca, esta vez sin algunos lugares comunes repetidos en el cine argentino, y ensayando un relato nervioso y denso (“una reflexión sobre la violencia”) en el que la sequedad del polvo se siente en la cara. “La película de mi vida”, repetirá, una y otra vez, a lo largo de este encuentro Fernando Spiner.

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ENTREVISTA > Aballay no es una película más para vos. Finalmente pudiste concretar el proyecto que tenías en mente hace más de veinte años…

Fernando Spiner: Por muchos motivos, es la película de mi vida. Por habérmela bancado tantos años, por haber hecho jugadas de riesgo, como comprar los derechos cuando no tenía la producción armada, reponerme de producciones que se caían después de mucho tiempo de trabajo, con guiones escritos…

¿Llegaste a estar cerca de concretarla antes?

Sí, en el 90 con un productor italiano, y de manera mucho más contundente en 2000 con unos franceses a quienes les había gustado mucho La sonámbula y querían producirme una película. De todas maneras, nunca supe bien lo que quería hacer con esto. Creo que tuve mucha suerte de que nada de eso se concretara.

¿Por qué?

Porque Aballay es una película absolutamente “argentina”. Y de otra manera existía siempre el ingrediente de la coproducción, con una historia que venía de afuera… Esto es argentino en cuanto a los actores, los escenarios. Y además fue la que yo pude hacer con mi propio aguante y sin presiones, aplicando mi sentido común y el de las personas con quienes las hice.

¿Qué fue lo que te interesó tanto del cuento, y que hizo que persistieras en el intento de concretarla?

Supongo que fueron varias cosas. Por un lado, tener a mano una historia tan potente para poder plasmar un western; lo veía muy genuino. Era una oportunidad para meterse con un género que tiene una tradición en el cine argentino, en la literatura y la dramaturgia a través de la gauchesca. Me parecía que era un terreno que había que explorar. Y después está el costado reflexivo del cuento, que me impactaba mucho: cómo la culpa podía tener una potencia tan grande en un ser totalmente despojado de cultura judeocristiana; cómo un tipo que está en su mundo, de golpe escucha una historia de otro mundo al que no pertenece y flashea con eso, para repetir esa especie de obstinación. Y esa obstinación, de alguna manera, tiene que ver con la mía para poder concretar la película. Ese es mi punto de contacto con el personaje.

¿Cómo te decidiste por Pablo Cedrón para el papel?

Para mí, el único que podía ser Aballay era él. No podía ser otro. Lo venía viendo y siempre me gustaba. Después me enteré que era guionista, que tenía un proyecto de western, que tenía una historia ligada al mundo del campo y los caballos… Ya sabía que era un gran jinete. Eso para el personaje le daba una verdad que no hay laburo que pueda reemplazar. Y a partir de que lo vi en El aura, ya no tuve dudas.

Siempre te jugaste haciendo cine de género, y al mismo tiempo afirmabas permanentemente lo difícil que era no caer en una cosa artificial y estereotipada. Ahora probás con un western. ¿Tenías presente esto?

Eso puede tener que ver con un prejuicio, pero también con un verdadero riesgo. Yo era totalmente consciente del peligro que significaba hacer cine de género, y quizás por eso me llevó tanto tiempo realizar esta película. Yo hasta pensé en inventar un idioma, era la preocupación número uno. ¿Cómo hablaban estos tipos en un mundo del que no se tiene referencias reales, más que hipótesis a partir de elementos sueltos? Por suerte encontré mi verdad, sumada a otras que traían los actores y que fuimos encontrando. De todas maneras, yo no intento hacer algo como un spaghetti western. Hace poco, en Roma, me encontré con viejos compañeros y profesores y gente de la industria. Hubo una charla en la que surgieron preguntas sobre este tema, y yo decía “OK, todo bien, pero la película es re argentina”.

Claro, no es un ejercicio de estilo, hay elementos que identifican a la película con una cuestión más local.

Sí, había un romano que decía que era una mezcla entre Sam Peckinpah y Glauber Rocha, una mezcla de cosas que no tienen que ver pero que se unen. Por otro lado, hay una novedad: la gauchesca que más se desarrolló en el cine es la pampeana, que también es la borgeana. Y en el caso de Aballay, la gauchesca es del noroeste, de los valles calchaquíes, que prácticamente no fue explorada. Eso para el público argentino le quita todo ese costado “aburrido” de la gauchesca, esa cosa enciclopédica del gaucho diciendo “buenas y santas”…

Más que un western de acción, la película trabaja mucho con una cuestión reflexiva del personaje, llegando a ciertos momentos semi psicodélicos…

El personaje, a su manera, llevado por un empecinamiento y un desconocimiento de algo que escuchó, está emprendiendo un viaje espiritual, algo que es muy difícil de explicar. Hay algo que está buscando… Ese costado era muy importante, porque de alguna manera reemplazaba algo que traía el cuento, donde el personaje sueña que compite con los estilitas, y todo eso traía un riesgo grande para adaptarlo. Yo busqué por otro lado, pero siempre intentando plasmar el flash del personaje. Estamos de acuerdo que para hacer lo que decide hacer el personaje hay que estar completamente demente (risas).

La película tiene un planteo de la violencia bastante gráfico y explícito, y en algunas de las proyecciones que tuvo despertó más de una polémica.

Sí, lo sé. Pero la decisión se sostuvo en esta reflexión: es una película sobre la violencia, transcurre en una época muy cruel. No podía hacer una mariconada. Para ir a fondo en una reflexión sobre la violencia había que entrar en ese mundo violento, pero sin regodearse. La película está en un punto justo, con un climax muy alto, pero que en el cuento está. Es claro que tiene que haber un motivo importante y fuerte para que este tipo, que tomó durante diez años la decisión de no bajarse del caballo por algo que hizo, la deje de lado por otra cosa muy grave. Y el mismo impacto que le produce al personaje lo genera en el espectador: ambos ponen la misma cara de asombro en ese momento. Creo que fue explorado de una manera que no tiene que ver con el gore, el problema no tiene que ver con la sangre sino que acá las muertes “duelen”. En los western de Hollywood mueren cuarenta y cinco tipos y se pasa de largo, en este caso cada muerte es pesada, se siente el dolor de la muerte, porque de eso justamente se trata la película. Como dice el texto: “matar es terrible”. Pero lo es tanto para los personajes como para los espectadores.