El “Caso Schoklender”, por Becerra

19:34 en Sociedad | 4 Comentarios »

La frase “caso Schoklender” pasó de asociarse al parricidio a ligarse a la estafa, un delito con menos morbo pero funcional para horrorizar a las buenas conciencias en un país donde la comedia financiera es un vuelto de todos los días. / Por Juan José Becerra

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Pelo negro, barba negra, campera negra y polera negra. La fachada dark de Sergio Schoklender es lo primero que nos trae la memoria si cerramos los ojos y alguien pronuncia su nombre. El por qué no nos trae su versión juvenil de condenado por doble parricidio en colaboración con su hermano Pablo, ligada a un semblante más fresco, es un misterio en el que habría que pensar para descubrir la forma en la que opera. Pero si la memoria no impusiera su agenda de edición y censura, ¿qué imagen elegiríamos?

La del Schoklender libre, acompañando durante años y casi en silencio a Hebe de Bonafini como –ahora nunca mejor dicho– una sombra intrigante, no parece a simple vista que fuese más feliz que la del Schoklender en la cárcel, liberado después de abandonar el auto con las reses de sus padres en el baúl, frente al Jardín Botánico, la noche del 29 de mayo de 1981.

El parricidio es el crimen con el que se hunde quien, mientras lo comete, cree estar saliendo a flote. Sabemos por Pasajeros de una pesadilla, la película de Fernando Ayala –a quien debemos agradecer la economía del título, que representa tanto la experiencia de sus personajes como la de los espectadores que llenaron los cines durante varios meses de 1984–, que los asesinatos de Cristina Silva y Mauricio Schoklender ocurridos mediante secuencias de fierrazos, torniquetes de sogas náuticas y el lógico empaquetamiento de los cadáveres, sucedieron luego de los festejos del cumpleaños de Sergio, de los que jamás se podrá decir que no tuvieron resaca, y de una escena de incesto express en el living del departamento que habitaba esta célula básica de la sociedad.

De estos hechos perdidos en el tiempo, podemos observar a la distancia algunas cosas. Que Sergio y Pablo Schoklender mataron juntos a sus padres, un pacto de amor filial que los diplomó ya no de hermanos sino de siameses. Que esa hermandad –la hermandad patológica de los iguales en todo– dio que hablar desde un principio cuando, hecho lo hecho, despostados los papis, el dúo victimario escapó a Mar del Plata, se inventó nombres falsos, alquiló caballos de fuga e intentó contratar un taxi aéreo, un deseo típico de prófugos que, como hemos visto últimamente en los diarios, se fue haciendo vicio. Pero ¿qué más? Hay un más: los Schoklender son hermanos extraordinarios. Cumplen con la Primera Ley Martinfierrista de “ser” unidos pero además excitan al extremo la especulación literaria (en la biografía que Ricardo Strafacce hizo sobre Osvaldo Lamborghini, se cuenta que enterado del “Caso Schoklender”, Lamborghini le propuso a Arturo Carrera escribir sobre el asunto).

Pero ahora el asunto es otro. Sergio Schoklender cayó en desgracia porque ama el dinero y no sabe ocultar ese amor. Entonces, roba, cambia cheques en cuevas, paga servicios de hotelería en efectivo –un tip narco que al sistema de control de impuestos le cae muy mal–, compra artefactos de lujo y todo lo que ya sabemos. La pregunta que hay que hacerse quizá sea de orden sociológico: ¿qué infracción a la ley podría ser considerada delito por un parricida?; ¿qué delito es capaz de sentir como tal aquel que mató a sus padres? Cualquier delito, para un parricida, es un delito menor. Y como el parricida no puede aspirar de ningún modo al placer de la reincidencia, ¡algo tiene que hacer!

Las paradojas del nuevo caso Schoklender, el caso por el que lo que fue tragedia sofoclesiana ahora es comedia financiera (es cierto que no da para reírse mucho, pero sí para decir que lo que no es tragedia es comedia), son varias. Pero hay una que va a la vanguardia: se trata al Schoklender estafador mucho peor de lo que se lo trató al Schoklender parricida. Así que: Claudio María Domínguez, vos que sabés todo: ¡Help! Luis Majul, vos que te matás investigando, sondeate con tu mini snorkel estas lagunas oscuras y decinos, con tu carretilla trabada por la sed de justicia que le saca la cabeza a los grandes hombres, los de tu enorme tamaño moral e intelectual, qué es lo que ves mientras fumás debajo del agua. Necesitamos mentes claras porque, caso contrario, nuestros cerebros débiles van a pensar que nuestra querida república llena de argentinos prefiere una cultura en la que se pueda matar a la madre antes que robar un cospel.

La reacción ya no contra la supuesta estafa de Sergio Schoklender sino contra el género “malversación de fondos públicos” –fogoneada por el Comando Nacional de la Virtud mediante sus loritos que no cesan de repetir su discurso: “¡la papa para Pedrito!”– es para un estudio de la conducta nacional: comprendemos el crimen tabú mucho mejor que el delito ordinario del robo o la estafa. Acá hay gato encerrado. No hemos de tener pensamientos taaaan honestos como para no comprender que hay gente que roba. ¿Qué es lo increíble del nuevo caso Schoklender?

Y una última cuestión: Hebe de Bonafini. Queridos lectores (es una suerte, en estas páginas, no estar escribiendo para idiotas): alguna vez, como todo el mundo, habrán tenido vínculos de afectos con personas inconvenientes. Por supuesto, también como todo el mundo, habrán descubierto la inconveniencia al final del vínculo y no antes o durante. Y si se trata de una experiencia tan corriente –sin la experiencia de engañarse un poco a sí mismo nadie podría vivir siquiera dos días–, ¿por qué puede tenerla todo el mundo menos Hebe de Bonafini? La unión Schoklender/Bonafini es una relación personal que no terminó bien, como tantas otras. Lo extraordinario fue que sucedió en un escenario público del que desaparecieron unos cuántos millones. El que se los llevó irá preso y el que no se irá a la casa. ¿O ustedes quieren lapidar a alguien?