La ruta de Lanzmann

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La vida de Claude Lanzmann, el cineasta de la monumental Shoah y director de la revista Les Temps Modernes, mezcla episodios de novela con un fresco excepcional de la historia política y social de la segunda mitad del siglo XX. La liebre de la Patagonia, el libro que compila sus memorias, se edita en mayo en la Argentina. / Por Ana Wajszczuk

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Cae el crepúsculo y Claude Lanzmann viene manejando por la Patagonia. Es el año 2000. Está en la Argentina, y acaba de participar como invitado del Festival de Cine Independiente en donde presentó Un vivant qui passe (1997), una más de sus películas-satélite desprendidas de la monumental Shoah. El film es una entrevista a Maurice Rossel, delegado de la Cruz Roja que en 1943 “visitó” Auschwitz y el “ghetto modelo” de Theresienstadt sin ver, como informó en su época, nada inusual. Lanzmann, implacable, consigue que cuente el horror.

Lanzmann maneja camino a Río Gallegos cuando una liebre alza sus patas y atraviesa ante él la ruta. “Acababa de ver una liebre de la Patagonia, animal mágico, y de pronto toda la Patagonia entera me traspasó el corazón con la certeza de nuestra común presencia”, relata, diez años después, al final de La liebre de la Patagonia, las memorias –aunque Lanzmann prefiere llamarlas una “obra de gran literatura”– que el escritor, cineasta y filósofo le dictó a su adjunta en Les Temps Modernes, la revista que dirige desde la muerte en 1986 de quien fuera su mujer durante siete años y amiga a lo largo de toda una vida: Simone de Beauvoir. La liebre, ese animal considerado longevo y afortunado en Oriente, es para Lanzmann el símbolo de lo encarnado: el momento en que uno y el tiempo son la misma cosa, puro presente. Y puro presente es también la sustancia de este libro que apareció en 2009 en Francia, donde Lanzmann tiene categoría de peso pesado, y rápidamente se convirtió en un best seller. Puro presente al igual que en sus películas: basta atravesar la experiencia física de las nueve horas y media de Shoah para palpar que, a veintiséis años de estrenada y a más de treinta y cinco de haber comenzado a filmarse, echa luz sobre un hecho que no envejece porque está tan fuera de toda humanidad que permanece ajeno al tiempo. Y es que Shoah clava sus garras sobre la cita de Theodor Adorno acerca de la imposibilidad de que exista la poesía –la cultura– después de Auschwitz. Es en sí una película imposible, como ha afirmado el propio autor, porque narra una imposibilidad: la de conocer el horror de los campos de exterminio nazis, la de hacer hablar a los muertos. ¿La lista de Schindler o La vida es bella? Mejor ni mencionar en presencia de Lanzmann mensajes edificantes sobre el horror absoluto.

Lanzmann mismo parece vivir en un puro presente. “No tengo edad”, ha dicho en varias oportunidades este hombre que no aparenta sus ochenta y cinco años, que todavía viaja y da entrevistas de dos horas, que escribe que no está ni hastiado ni cansado del mundo, y que “cien vidas que viviera no lo agotarían nunca”. Y cien vidas parece haber vivido: por sus memorias resuenan sus días como estudiante y miembro de la Resistencia, su educación como judío francés y laico en una familia poco convencional, su encuentro con Sartre y Beauvoir, su inclusión en la crème de la crème de la intelectualidad parisina, sus viajes por el Israel en construcción de los cincuenta, la Corea del Norte de Kim-II-Sung, Argelia, Alemania Oriental como clandestino, su experiencia submarina con Jacques Cousteau, su pasión por pilotear aviones… Lanzmann, el que lo quiere todo –“elegir es matar”, dice– estuvo en los grandes frentes de la segunda mitad del siglo XX. Los reportajes que escribió para los medios más prestigiosos de Francia –Le Monde, Elle, France Dimanche– son un tema aparte: su profundidad, densa, horadante, aparece como preludio de las películas que comenzó a dirigir en los setenta sin ninguna formación como cineasta. Lanzmann tiene tanto orgullo como poca modestia: “He trabajado en esos artículos o en mis películas de la misma manera: investigando a fondo, poniéndome a mí mismo entre paréntesis, olvidándome de mí por entero, entrando en las razones y las sinrazones, en las mentiras y los silencios. Es la única ley que me permite desvelar su verdad –y si es preciso, extraérsela–, mantenerlos vivos y presentes para siempre. Es mi norma, en todo caso. Me tengo por vidente y siempre he recomendado a los que se dedican a escribir sobre cine que integren el concepto de videncia a su arsenal crítico”.

La liebre de la Patagonia, en su ir y venir como una digresión entre las distintas épocas de una vida, merecería un índice onomástico a modo de racconto de los nombres claves del siglo XX que fueron parte de ella: de Gilles Deleuze a Frantz Fanon, de Itzhak Rabin a Brigitte Bardot, por citar sólo algunos, dan cuenta de una energía excesiva que todo lo quiso. Así vive sus enojos y sus contradicciones, y entre ellas la más palpable y la que más se le ha cuestionado: su apoyo a principios de los sesenta a la independencia de Argelia –fue uno de los firmantes del famoso Manifiesto de los 121 que denunciaba la represión por parte del ejército francés– a la par de una defensa a ultranza del Estado de Israel que explica como un cambio en su percepción del mundo a partir del primer viaje que realizó a esas tierras y que lo llevó a filmar en 1973 su primera película: Porquoi Israel –así, sin signos de interrogación. Y si elegir es matar, y por eso su libro corrige y se contradice, pocos como Lanzmann han podido conjugar sus mil y una vidas –muchas veces al borde de la muerte– con tanta pasión: da una cierta ternura pensar en su edad y leer que nunca le gustó la seducción y que “hoy voy directo, como diría Husserl, a la cosa en sí” o que todavía no descarta escribir un guión sobre el enamoramiento fulminante por una enfermera en la rojísima Corea del Norte de los cincuenta.

Las memorias del cascarrabias, soberbio, contradictorio Claude Lanzmann dejan, además de un fresco extraordinario de la segunda mitad del siglo XX, la sensación de que tal vez no vivamos la vida con la intensidad con la que nos es ofrecida. A propósito del making of de Shoah, Lanzmann habla sobre los restos de un diario encontrado bajo los crematorios de Auschwitz. Allí, un Sonderkommando –judíos encargados de trabajar en las cámaras de gas, “únicos testigos de la muerte de todo un pueblo”– escribió por qué, a pesar de estar encadenado a un infierno inimaginable, aún quería vivir: “La verdad es que se quiere vivir a toda costa, se quiere vivir porque uno vive…porque el mundo entero vive. No existe otra cosa más que la vida”. Palabras que, como la liebre, alzan las patas y se nos atraviesan en el camino.

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La liebre de la Patagonia, (Seix Barral). 523 páginas.